Tranco 9.- Ruleta y
tórrido idilio entre un militar y una casquivana
Se retiró Federico Taylor
en dirección al ambigú, donde ofendió mortalmente a Antoñito Baylos, el barman, al declarar que el Frascuelo
seco frappé era una porquería, y pedir en su lugar güisqui de garrafa. En la
saleta, el coronel Aureliano sacó con aire dubitativo el modesto fajo de
billetes que llevaba en el bolsillo de la casaca, y la media virtud corrió a
situarse a su lado con una sonrisa cautivadora.
– ¿No hemos sido
presentados antes, mi coronel?
– De haber sido así, lo
recordaría – respondió galante Aureliano, con una respetuosa reverencia. Y
juntando los tacones con un chasquido seco, añadió –: Coronel Aureliano
Buendía, de Macondo. Para servirla, señorita…
– Margaretha Zelle,
pero puede llamarme Mata Hari con toda confianza.
Se inclinó de nuevo el
militar, y la ninfa equívoca señaló con descaro los billetes que llevaba él en
la mano.
– ¿Me permite apostar
por usted, coronel? Estoy segura de que le daré suerte.
Ya se ha dicho que
Buendía llevaba consigo en aquel momento las ultimísimas reservas de la caja de
la Legión ;
pero ni siquiera parpadeó en el trance. Era un caballero por encima de todo.
Tendió los billetes a la furcia.
– Disponga de esta
bagatela como guste, señora Mata Hari.
La horizontal hizo dos
montones de igual tamaño y colocó uno al 8 rojo y el otro al 23 negro. Giró la
ruleta, el instante se eternizó, temblaron levemente de aprensión en los
veladores las luces indirectas que ponían en valor las alegorías del Tiépolo,
la bolita se detuvo por fin, y el croupier
cantó:
– Vingt et trois, noir, passe.
Instantes después yo era el encargado de recoger y guardar ordenadamente en
la faltriquera el aluvión de billetes, monedas y fichas que aseguraban la
subsistencia de la Legión
indomable de Macondo durante por lo menos los seis meses próximos. El coronel
Aureliano se volvió a la bella bandarra:
– Le estoy
infinitamente agradecido, madama Hari. ¿Me permite invitarla a alguna cosa?
– Justamente en eso
estaba pensando yo – respondió la guarrindonga.
– ¿Tal vez una copa de
champaña de la Veuve
de Clicquot, helado?
– Yo más bien pensaba
en otra cosa – retrucó la suripanta con un guiño salaz, mientras se abanicaba
con intención los bajos.
Los dos se esfumaron
detrás de las cortinas cómplices de uno de los reservados. Yo me quedé de
plantón en el pasillo, custodiando la caja del regimiento.
Mucho se ha especulado sobre el
encuentro de la bella guarrindonga con el coronel en aquel reservado del
casino. Hasta Vicentico Blasco Ibáñez se vio estúpidamente obligado a armar la
zapatiesta amarillenta en su periódico La mascletà. Que si fueron
cinco copulaciones entre el de Macondo y la Hari. Que si hubo otras
filigranas eróticas. Que si pitos. Que si flautas. Que si naps, que si cols.
Pero nada sabemos de cierto. Un solo dato podemos ofrecer al voraz lector: un
servidor dejó puestos encima de la mesa dos docenas de suspiros de España, al
terminar la entrevista no había rastro de ellos. El champagne, así mismo,
estaba finiquitado.
Más tarde –muchos lustros más
tarde-- nada más llegar a la contigüidad del Cosmos busqué al de Macondo.
También Muerte se lo había llevado a cucurumbillo. Le pregunté por lo del
casino con la Hari.
«Nada de particular», me dijo. «Le
propuse que fuera la directora general del espionaje colombiano. Me contestó,
poniendo la boca saritamontielmente, que le habían dicho que en Colombia hacía
una calor muy pegajosa». «¿Y de lo otro, mi coronel?». Su respuesta: «Muy
buenos los suspiros de España, carajo».
Tranco 10.-
Consecuencias prácticas del punto de fusión de los futuribles
Es absolutamente necesario en este momento crítico de la narración hacer un
inciso en lo que Kristeva ha denominado el “fluir evenemencial de los procesos
concurrenciales”, y Poliakoff ha definido con mayor acuidad y concisión “la
joda de costumbre”. Sé que tengo al lector pendiente del hilo del relato, pero
no hay más moños que interrumpirlo para dar entrada a una aclaración sustancial
para la comprensión adecuada de esta larga narración cuyo único valor es la
verdad insobornable que gobierna todos sus pormenores hasta el más mínimo
detalle, que ha sido evaluado y remirado con escrúpulo mil veces antes de
ofrecerlo, en su expresión simple y desnuda de adorno ni embeleco alguno, al
albedrío frívolo de un público voraz.
El caso es el siguiente. La poderosa colisión de las miradas, las
voluntades y los estrógenos del coronel y la pizpireta, ocurrida aquella noche
en el Casino, causó una perturbación perceptible en el clinamen o deriva de los
átomos que componen el mundo físico según la teoría de Demócrito de Abdera, una
barriada de chabolas de la vieja Parapanda. Dicha perturbación pasó prácticamente
inadvertida en el mundo que rutinariamente hemos dado en llamar “real”, como si
no hubiese otras realidades más allá de las tres míseras dimensiones que
componen el cosmos según la inaceptable simplificación euclidiana.
En cambio, en la contigüidad del Cosmos a la que me vengo refiriendo en
diversas ocasiones, y que en aquel momento yo no compartía todavía, la
perturbación produjo un movimiento sísmico morrocotudo y la fusión de uno de
los futuribles que aseguran el mantenimiento en niveles tolerables de la
continuidad esencial de las coordenadas fisicoquímicas y ambientales. Mi tita
Merceditas, que en aquel momento se encontraba en la parroquia de Santa Rita de
Casia en trance de ofrecer un cirio encendido en el altar de la Beata Simone Weil (de
los Weil de toda la vida) el segundo por la izquierda en la sucesión de los
monumentos piadosos dedicados a los Grandes Beatos Heterodoxos, mi tita
Merceditas digo, se vio de pronto sumida en la oscuridad, y con la cera fundida
del cirio que sostenía goteándole por el brazo abajo. Dio grandes gritos
pidiendo auxilio, pero nadie acudió a socorrerla hasta pasadas varias horas,
cuando los técnicos hubieron reemplazado el futurible fundido por otro de
fuerza equivalente.
Mi tita reclamó la dimisión del Gobierno por aquel percance, y hubo que
recordarle que en nuestra contigüidad no existe gobierno y todos los asuntos,
incluso los de trámite, se resuelven por votación a mano alzada. Mi tita
replicó que una contigüidad sin Gobierno es una contigüidad de chichinabo,
indigna del más mínimo respeto por parte de las personas decentes. Por dolorosa
que me resulte la confesión, debo admitir que Merceditas llevaba en este
pormenor toda la razón. La contigüidad del Cosmos que habito, nacida de la
conjunción de varias conjeturas matemáticas que se expondrán en su momento,
podrá ser muchas cosas, pero carece por completo de respetabilidad. Qué le
vamos a hacer.
No es ese, sin embargo, el dato importante, sino más bien el hecho
sobradamente conocido por los científicos sociales de que cuando se reemplaza
un futurible por otro, por más parecidos que sean los dos, todo el fluir
evenemencial, o sea la joda de costumbre, sufre una modificación del
espacio/tiempo imperceptible al principio, pero que al paso de las leguas y de
las horas se va acentuando hasta ocasionar una bifurcación sustancial en el
trayecto histórico. Así pues, a todos los efectos el lector ha de ser
consciente de que cuando el coronel Aureliano y yo regresamos al campamento de la Legión , a la mañana
siguiente de los hechos que quedan descritos en el capítulo anterior, el
paradigma había cambiado y los hechos empezaban a precipitarse en masa confusa
en una dirección distinta. Las cosas son así, lo siento, no me lo he inventado
yo.
Quede amarrado el
lector a la tumbona turquesca para estar informado al detalle de toda una serie
de acontecimientos principales que hasta la presente ciertos intereses
bastardos han ocultado. O, mejor dicho, han pretendido ocultar, porque en
Parapanda --bien al calor del hogar o de la mesa camilla, bien a la
fresca veraniega cuando la tarde languidece y renace la sombra-- los
acontecimientos que oirás eran narrados de abuelos a nietos y de nietos a los
nietos de sus nietos.
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