Tranco 17.- Envidia e impotencia
de las grandes potencias
Este Antoñico el
Tronchaíyo, que durante su estancia en Parapanda hizo buena amistad con el
maestro Calero, había venido en efecto de Turín, por más que era sardo de
origen. Su intención inicial era estudiar a fondo la experiencia pionera del
consejo de fábrica de la empresa de gaseosas La Perla , aunque aprovechó el
tiempo también para desarrollar una tesis novedosa sobre la hegemonía. Tenía
los ojos claros, el habla dulce y convincente, y una energía interna que hacía
olvidar su físico escuchimizado. Su apellido era del todo impronunciable para el
parapandés medio, que tiene la sana costumbre de comerse dos o tres consonantes
de cada palabra. De ahí que se le conociera como Antoñico El Tronchaíyo.
Nada parecía enturbiar lo que el
historiador Carlos Malayo calificó más adelante la «gran lección histórica de
la revolución parapandesa». Empero, las potencias mundiales estaban al acecho
para armar el follaero en la ciudad cuatriarcada. Todo intento de soborno para
armar jarana contra la
Sinarquía acababa con el desprecio más rotundo: «Look the
finger», era la respuesta. El dedo a modo de peineta iba acompañado de un
gargajo en plena cara del sobornador. Hasta que el gordo de sir Winston,
hartico de ginebra a todas horas, ideó lo que él llamó «a por todas». O
sea, asesinar al obispo Balbino y echarle la culpa a los primeros espadas de la
ciudad. A tal efecto fue reclutado por los servicios secretos de Su Majestad un
tal Sparafucile, un borrachuzo empedernido que se hacía pasar por borgoñón,
para ser el brazo ejecutor. El objetivo del gordo Winston era provocar la
desestabilización política y la retirada de las inversiones financieras.
Pero el pastel se descubrió.
Un espía doble de los servicios
secretos de Albión y de don Aureliano Buendía dio el cante al coronel. El de
Macondo, raudo como una centella, escribió a la manijería este telegrama:
«Compadre Frasquito: gordo Winston
prepara atentado contra obispo Balbino. Stop. Ejecutor será un tal Sparafucile.
Stop. El asesinato previsto día Corpus Christi. Catedral Parapanda. Estás
avisado, carajo. Te mando retrato del tal Sparafucile. Aut Parapanda
aut nihil. Aureliano.»
Dice el refrán que es de bien nacidos ser
agradecidos: en agradecimiento por la información la
Sinarquía le hizo un regalo al de Macondo. En la
justificación de gastos se dejó anotado que se le mandó un lote de chacinas
diversas, una caja de tagarninas de los mejores chambaos parapandeses y dos
docenas de piononicos.
El telegrama de Buendía
había puesto en alerta a toda Parapanda. No era para menos; el llamado
Sparafucile se parecía como un cagarro a una boñiga al ex teniente, teniente
coronel, teniente coronel de la Guardia Civil Benito Muselina, alias Tito
Jediondo, prófugo de la
Sinarquía desde la fecha misma de la revolución fallida. Las
fuerzas vivas se pusieron en movimiento. Había que investigar a todos los
forasteros, y cada ciudadano de no importa qué sexo, condición y edad se
convirtieron en huelebraguetas empeñados en dar con el paradero del falso
borgoñón. Conchica la
Retotoyúa dio con él. En el fondo de la pedanía de los Nueve
Barrios, un poblamiento del término municipal parapandés vecino al río Dílar y
habitado mayoritariamente por trabajadores inmigrados, tenía un mesoncillo la
señá Virtudes, por mal nombre la
Echá del Coño. Junto a ella que, dada la condición que se le
adivina por el mote, tenía pocos remilgos en aventuras de camastrón, había
encontrado refugio y acomodo el Jediondo.
La puesta en escena quedaba así
preparada, pero sobre ese cañamazo primario Frasquito Puerto discurrió lo que
se ha dado en llamar il bel inganno di Parapanda. Lo explicaremos
con pelos y señales porque es una obra maestra de habilidad de maniobra
geopolítica en circunstancias de correlación de fuerzas adversa. Conviene, sin
embargo, antes de explicarlo todo por sus pasos, dar algunas puntadas previas
sobre el trasfondo internacional, para poner de manifiesto cuál
era el puchero que bullía en aquella circunstancia al fuego vivo de
la coyuntura y qué habichuelas había dentro del mentado puchero.
Tranco 18.- El
contubernio del Gordo Winston con el Putón Pétain
Todo el “plan Balbino”
fue obra personal del agente Smiley, la estrella en ascenso del Servicio
secreto británico, pero la primera inspiración le vino al gordo Winston por
otro lado. En el curso de una revista de tropas en Versalles, en los días de
festejos que siguieron a la firma del tratado de paz, un ceñudo Philippe Pétain
se acercó –con dos cajas de calvados en ristre-- a estrechar la mano del
entonces secretario británico de la Guerra. El Gordo estaba radiante:
– Se acabo la
pesadilla, ¿eh? ¡Córcholis, por Júpiter, vaya si se acabó!
El Putón Pétain alzó un centímetro la
ceja izquierda.
– Me sorprende usted,
mi querido W. S. Alguien me había dicho que tenían ustedes problemas de cierto
calado con las trade unions – dejó caer, al desgaire.
– ¿Eh? ¡Ah sí, las
trade unions! ¡Por Júpiter, ya lo creo que tenemos problemas, malditos hijos de
perra!
El Putón bajó la mirada
al suelo, apartó con la punta de la bota una piedrecilla imperceptible y dijo
en tono desenfadado:
– Algo habrá que hacer
en algún momento con Parapanda, ¿no le parece?
–
¡Oh, ah, sí, por Júpiter! – exclamó el
secretario de la
Guerra. Maldita sea, llevaba un frasco de ginebra mediado en
el bolsillo trasero del pantalón del uniforme, pero no podía sacarlo y echar un
trago en mitad de una ceremonia pública.
Parapanda
era, desde luego, en aquellos momentos el faro del proletariado mundial.
Frasquito Puerto se carteaba con la dirección de las unions más combativas, y
les daba sin el menor rebozo consignas y consejos gratuitos. La lucha social se
había endurecido. Metías un día a veintitantos dirigentes sindicales en la
trena, y al día siguiente tenías a varios cientos nuevos de trinca y dispuestos
a meterte el dedo en el ojo (look the finger) al menor descuido.
El Gordo W.S. olvidó el
asunto durante algunos años, enfrascado en los asuntos de las colonias, pero
cuando tomó posesión como canciller del Exchequer se acordó de aquella
conversación lejana. Convocó a Smiley y le explicó el asunto. Dos días después,
Smiley le entregó un dossier confidencial. Ahí estaba todo: el día de Corpus,
el obispo Balbino, el atentado en la catedral, la conmoción mundial, el esto no
va a quedar así, el recuerdo del mártir (habría apariciones como en Fátima y
una consigna repetida millones de veces por los medios de todo el mundo: «Para
que Parapanda se convierta»). Luego, los tanques formando una tenaza envolvente
desde Gibraltar y desde las bases de retaguardia portuguesas en Tras-Os-Montes,
la aniquilación de la sinarquía hasta no dejar piedra sobre piedra, y las
listas completas de los dirigentes que habían de ser represaliados.
– ¿Represaliados,
Smiley? ¡Por Júpiter! ¿Qué quiere decir con eso de represaliados, no puede ser
más claro?
– Quiero decir
exactamente lo que está pensando vuecencia, milord.
– Ah, bien. Habrá que
avisar a Primo, ¿no? Y al rey Alfonso…, no me acuerdo del número exacto de
serie.
– Trece, milord. Puede
dejar la cuestión en mis manos con toda confianza.
– Bien, Smiley, bien,
así lo espero. Una última cuestión, ¿qué está haciendo ahora el bueno de
Pétain?
– Combatiendo a Abd
el-Krim en el Rif, milord.
– Perfecto. Concierte
una entrevista discreta, de tú a tú. Two for tea, ¿me entiende? ¿En Gibraltar, tal vez?
La entrevista tuvo
lugar. Se anudaron flecos sueltos, se apuró la concreción del plan. Los dos
estadistas acordaron además poner en antecedentes a las dos potencias
capitalistas emergentes, Estados Unidos y Rusia.
Kerensky estaba ocupado
exterminando mujiks y trasladando campesinos a los Urales para hacerles
trabajar forzados en la industria pesada. Contestó con un telegrama escueto:
«Sea.» Coolidge fue más duro de pelar. Se negó a entrar en la combina y amenazó
con tirar de la manta y dejar con el culo al aire a la “casta”, como llamaba él
a todo el estamento político europeo. Pero Smiley tenía recursos. Puso otro
dossier sobre el escritorio del canciller, y éste obtuvo comunicación
telefónica con la Casa
Blanca por la línea privada.
– Calvin, macho, las
cartas sobre la mesa. A ti te ha salido un grano en el culo en Macondo, y a
nosotros otro en Parapanda. ¿Qué me dirías de una operación quirúrgica que los
extirpara a los dos de cuajo y de forma indolora? Fin de la historia, se
acabaron las huelgas, los conflictos y las guerrillas. Todos a comer de la mano
de tu compañía bananera. ¿Hace?
– Esa parte me interesa
– contestó Coolidge, cauteloso – Pero ¿qué salgo ganando yo en el asunto de
Parapanda?
W.S. buscó un punto
determinado en la página 3 del dossier de Smiley.
– En Parapanda vive y
trabaja un maestro confitero llamado Ferino Isla. Puede que os interese en ese
lado del charco la fórmula secreta de unos pastelillos llamados «piusnine».
– Joder, ¿lo dices de
veras?
– Por Júpiter, tan
serio como los Evangelios.
–
Puedes contar conmigo, Gordo.
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