martes, 10 de marzo de 2015

CAPÍTULO CUARTO




Tranco 7.- El año de la revolución

Aquel año de 1917 avanzó dando tumbos de un lado para otro como si el destino se hubiera emborrachado hasta el punto de perder el control de sus actos. En abril entraron los Estados Unidos en la guerra europea y don Melquíades, que era germanófilo, rugió en su tertulia: “¡Ya nos volvió Lincoln a joder la marrana!”, ignorando que el presidente que le jeringó a su padre los pingües beneficios de la trata africana al abolir la esclavitud, no era el mismo que tomaba ahora las armas contra los imperios centrales.

Luego estalló la revolución en Rusia, y los prusianos vieron aliviada la presión que sufrían cuando las divisiones zaristas se retiraron en dirección este para afrontar las amenazas en la retaguardia. “¡Ese Lenin ha sido inspirado por el Espíritu Santo!”, entonaron a coro don Melquíades y Senencillo mientras Maracena, más longimirante, torcía el gesto previendo dificultades por el lado de las fuerzas emergentes. En agosto estalló la huelga general convocada por los sindicatos CNT y UGT. El marqués de Maracena se apresuró a declararse partidario de la reforma agraria, afirmando: «Entre lo que tengo y lo que me corresponde…». Don Melquíades ofreció un donativo (raquítico) para la caja de resistencia del sindicato. En Parapanda se nos subió el éxito a la cabeza. El día 18 desfilamos por toda la Alameda hasta la plaza de la Constitución, y cantamos el Trágala delante de la puerta del Ayuntamiento. Yo llevaba cosido a la camisa el emblema de la CNT y llevaba en alto la bandera roja y negra. Desde el día primero de junio formaba parte orgullosa del pobretariado de la fábrica de gaseosas, que había ampliado plantilla para poder atender a la demanda urgente de las trincheras tanto francesas como alemanas, en aquel verano tórrido y todos teníamos los sobacos más amarados que el entrenador Camacho.

La Guardia Civil, al mando del cabo primero Benitito Muselina, recibió por el telégrafo órdenes de la comandancia suprema y cargó para disolvernos a tiro limpio. Se armó un zurriburdi en mitad de la plaza. Silbaban las balas a un lado y a otro, y en medio de la confusión se me acercó mi Silvana Mangano --la  de los ojos inmensos--  y me tranquilizó: «Tú no te preocupes, que no te va a pasar nada.» Muy fácil decirlo cuando tienes todos los datos en la mano, pero pasé mis apuros para salir a pie enjuto de aquel atolladero.

Al final me fui de rositas, el cabo Muselina ni siquiera me había echado el ojo, de modo que tampoco fui detenido. Los compañeros del ramo de la Alimentación organizamos un comité de solidaridad con los heridos y detenidos. Mientras tanto había fracasado una ofensiva francesa en el Aisne y el frente europeo había vuelto a empantanarse en Verdún. El embotellamiento de divisiones y más divisiones en las trincheras de aquel degolladero provocó un colapso general en las comunicaciones. Todos los que tenían negocios pendientes en el conflicto, y en particular los comerciantes de armamento, los espías, los agentes dobles y triples, los estafadores y los arribistas, empezaron a moverse en círculos concéntricos, buscando lugares en los que establecer contactos discretos. La gran moda en ese terreno eran los balnearios. Los de fama mundial, como Baden Baden, Marienbad y Parapanda, empezaron a verse solicitadísimos. A principios del mes de septiembre, una selecta clientela abarrotaba las Leales Termas Parapandesas desde el vestíbulo hasta las guardillas. Teníamos allí al conde Rasputin, a Giacomo Casanova tercero, a Marcel Proust acompañando a la duquesa de Guermantes, al conde Cagliostro, a Lucia de Lamermoor, al barón Manfred von Bornemisza, al industrial Krupp,  al financiero barcelonés don Enric Oltra y a una bella y coqueta bailarina de danzas orientales más o menos desvestidas, que causó sensación en su primera representación en el Casino y que signó el libro de huéspedes del Hotel del Comercio con el nombre de Margaretha Zelle, aunque era universalmente conocida como Mata Hari.

Fue en aquel momento de plétora y de overbooking desmesurado cuando al coronel Aureliano Buendía se le ocurrió acampar en unos terrenos de las afueras de Parapanda, al frente de toda su Legión Colombiana. El coronel venía de completar una larga retirada estratégica, después de sufrir un revés importante en las guerras civiles de su país. La primera etapa de aquella retirada consistió en la travesía Guayaquil-Vladivostok, con una escuadra de guerra camuflada de flotilla pesquera. Luego había atravesado sucesivamente los continentes asiático y europeo y, ante la imposibilidad de cruzar Francia de este a oeste debido a la estabilización del frente, derivó hacia el sur y, sorteando los puntos más calientes de las hostilidades, fue inevitablemente a recalar en Parapanda. El destino lo empujaba, y yo decidí asociarme, para bien o para mal, a su destino.

Por aquellos entonces la ciudad cuatriarcada era ya una city, lo que se dice una city. Cuatro bancos: el Banco Financiero de Ultramar, el Banco de Inversiones de Parapanda, el Banco del Crédito Industrial y el Banco Agropecuario de Parapanda. Amén del Montepío de las Buenas Obras. Cinco prostíbulos. Setenta ateneos culturales. Catorce teatros. Tres casinos: el de los Gordos y la alta medianía; el de los Medianos fetén y el de los Medianicos. Los jambríos tenían su Casa del Pobretariado. La gente de muchos posibles de todo el planeta acudía a los ochenta balnearios. Ciento treinta y siete empresas desde las Artes blancas a la Metalurgia pasando por las dos fábricas de tabaco, que inmortalizaron la famosa chasca parapandesa que lucía en los chambaos con garbo inigualable. Setecientas ochenta tabernas y setenta y cinco cafeterías. Treinta y tres bandas de música y catorce masas corales. El cabo, el cabo primero, el cabo primero de la guardia civil fue ascendido a teniente, teniente coronel, teniente coronel de la guardia civil. La represión de aquel 18 de Agosto –que fue bautizada como la Jedionda— aceleró el escalafón del antiguo destripaterrones del cabo Muselina.

Tranco 8.- Sobre la organización científica del trabajo en Parapanda y su entorno

Digamos, pues, que las tropas acuarteladas, fuera de los cuatro arcos, del viejo Buendía sabían lo que hacían cuando acamparon en el campo de Parapanda, construyendo industriosas sus tiendas, a falta de lonas resistentes, con barro y cañabrava.  El coronel, dado que la caja del regimiento se encontraba prácticamente vacía, se echó al bolsillo las últimas reservas en metálico y me nombró ipso facto su asistente personal in voce, con el compromiso de confirmar el nombramiento en la siguiente orden del día, a dictar por la mañana inmediatamente después del toque de diana. A continuación me ordenó conducirle esa misma tarde al casino  de los Gordos. No lo había elegido por preferencias sociales, me aclaró, sino porque, si optaba por el de los medianicos, lo más a que podía aspirar era a reunir un puñado de reales, y aun algunos de ellos hábilmente falsificados. La Legión Colombiana necesitaba por el contrario buenos duros de plata, y en cantidad suficiente para subsistir en las duras circunstancias a las que había quedado reducida después de la larga retirada estratégica ya mencionada.

Hicimos Aureliano y yo nuestra entrada en el casino, ascendimos al piso principal por la escalinata de mármol resplandeciente y bajo la luz cegadora de las arañas que combinaban el cristal tallado de Murano y la delicada porcelana de Sèvres, una mano negligentemente apoyada en la magnífica balaustrada de bronce sobredorado diseñada por el Bernini; apartamos displicentes la regia cortina de terciopelo púrpura importada de Trebizonda, y penetramos en la saleta reservada, de muros pintados al fresco con alegorías de la Fortuna y el Amor, obra de Tiépolo el Joven. En aquel sancta sanctorum los Gordos más Gordos del mundo mundial distraían sus ocios con el juego de la ruleta. (Tiempos ingenuos, aquéllos. Desde mi contigüidad del Cosmos hoy veo que practican el mismo juego en la soledad de sus gabinetes, moviendo desde el ordenador o la tableta fichas de colores en las Bolsas de Frankfurt o de Singapur.)

Al avanzar hacia la mesa, mis ojos se cruzaron con dos faros de agua profunda y una voz conocida murmuró junto a mi oído:

- Si se te ofrece algo, ya sabes dónde me tienes.

No contesté a mi Parca Silvana –la de los ojos inmensos--  más que con un encogimiento de hombros. Mi mirada se desvió hacia el otro lado de la mesa de juego, donde doña Mata Hari había prendido la suya (su mirada, quiero decir) de la impecable apostura del coronel Buendía. La química rebosó; la iluminación discreta del garito pareció de pronto más brillante y más rosada. Las alegorías del Tiépolo exultaron en los muros y en los techos.

Junto a la conspicua semimundana, un individuo alto y flaco, de grandes bigotes, rostro curtido por la intemperie y mirada de águila, escudriñaba los saltos de la bolita de la ruleta en la mesa giratoria. Era el ingeniero yanqui Frederick Winslow Taylor. La noche anterior había dado una conferencia muy sonada en la tertulia del Avispón, en la que había mostrado su desdén por las condiciones laborales existentes en la infraestructura fabril parapandesa. Eso no era organización científica del trabajo ni era nada, dijo. Mencionó haber visto días atrás a un aprendiz de la fábrica de gaseosas La Perla que limpiaba con agua, jabón y un cepillo de mango largo los cascos de botella recuperados «moviendo lánguidamente el cepillo sin diligencia, sin energía, sin cronometraje, mientras canturreaba sotto voce la romanza L’amour est un oiseau blessé. ¿Cómo va a prosperar la industria con semejantes marmolillos?» El clásico sabihondo que infesta todas las tertulias le corrigió diciendo que el aprendiz en cuestión no se llamaba Marmolillo sino Cucurumbillo (en efecto, era yo, en actitud de reflexionar sobre el audaz paso de alistarme en la Legión). El ingeniero Taylor replicó que un orangután amaestrado lo habría hecho mucho mejor, y don Melquíades le preguntó dónde coño, con perdón, señor ingeniero, íbamos a encontrar orangutanes dispuestos para la labor. «¿Sabe usted lo que cuesta importar uno solo de esos animales?» Los ánimos se exaltaron. Acudió doña Gloria a limar asperezas con la bandeja de los bartolillos y el ingeniero arrambló de golpe con siete, se los llevó en montón a la boca y se los tragó sin masticar apenas. «Para qué buscar un orangután teniendo entre nosotros al ingeniero Taylor», ironizó don Agapito el boticario, pero su epigrama no fue escuchado por una concurrencia Avida Dollars de Gordos y Medianos emergentes, que consideraban al ingeniero solo un escalón (y para eso, un escalón bastante fino) por debajo de Dios Padre.

No en el curso de la conferencia, sino en una conversación privada con Melquíades Avispón, Mister Taylor se mostró también implacable con el desempeño de las pajilleras amateurs de las tapias del convento de los Trinitarios. «Con más conciencia y dedicación, y con el obligado control de cronometradores competentes, podrían acortar cada prestación en unos veinte segundos tirando por lo bajo, lo cual, supuesto un promedio de cuarenta actos al día, supondría un ahorro de tiempo de 13,3 minutos. El tiempo del bocadillo les saldría gratis, y ampliando en media hora la jornada de trabajo podrían atender a unos ocho clientes más, lo que daría un plus de satisfacción a la población masculina de Parapanda y a ellas les supondría un beneficio añadido, incluso contando con una rebaja de perra chica en el precio, de…»  A don Melquíades le daba vueltas la cabeza al imaginar los beneficios financieros virtuales de aquel supermercado de la cafichería.

Oído cocina: nadie debería achacarnos el vicio de la murmuración. Si sacamos a la luz pública tan vasta información es porque todos los sujetos reseñados han fenecido definitivamente. Lo que quiere decir que Muerte no se los llevó a cucurumbillo y, por lo tanto, no están en esta contigüidad del Cosmos. Fenecidos definitivamente están don Agapito y doña Gloria (con el consabido decremento de los bartolillos, que ella llamaba bartoluá), y definitivamente fenecido está don Federico Taylor, no sin antes dejar un enorme zurullo (que en Parapanda llamamos furullo y en otros lugares truño o ñordo, como corresponde a todo cagajón que se precie) en las mentes de todas las izquierdas que en Parapanda han sido. Todavía –insisto: no son murmuraciones—  me entra una revotación  al ver el retrato de don Federico en la sala de actos del casino de los Gordos, pintado con cierta guasa por Antonio López, que era forastero. Con cierta guasa porque el ingeniero tiene en la mano una botella de anís del Mono en clara alusión a lo que se dio en llamar el gorila amaestrado, aunque otros prefieren decir que es un chimpancé.  

Volvamos ahora nuestra atención a la sala de la ruleta en la ocasión antes señalada. Se cruzaron las miradas del coronel y la pelandusca, funcionó la química y en una esquina recatada del fumoir  una mano de nieve desgranó en aquel preciso momento las notas lánguidas de la Barcarola de Offenbach. Como en sueños, Mata Hari oyó las palabras desdeñosas que mascullaba el caballero que tenía a su lado, un rudo yanqui que ni siquiera se había quitado el sombrero Stetson al entrar en el templo del casino.


– El eje de la ruleta está descompensado por lo menos en 0,27 mm y la inclinación favorece las probabilidades de que la bola caiga en el 8 rojo o el 23 negro. ¡Vaya una estafa! En Detroit hacemos las cosas de muy distinta manera.

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